El mito suele ir rodeado de determinadas características:
1) es un fenómeno
vital, irreductible a fórmulas o explicaciones racionales. Nada
tiene que ver con la lógica, con el cálculo o la razón
científica;
2) surge de modo espontáneo
en todo grupo humano, en respuesta a la necesidad básica e íntima
del hombre;
3) se desarrolla como fenómeno
colectivo (no hay mitos individuales), como producto anónimo y social,
como una especie de “sueño colectivo”;
4) su origen no hay que
buscarlo en el mundo físico (no es la naturaleza el modelo del mito),
sino en la sociedad.
E. Doutté afirma
que el mito es como el deseo colectivo personificado. Mircea Eliade, sostiene
que los mitos constituyeron la teología de las religiones cósmicas
(Lo sagrado y lo profano). Los mitos tienen carácter de arquetipos,
modelos ejemplares de todas las acciones humanas, y revelan el sentido
profundo de las cosas. Ponen en contacto el mundo real (lo profano) con
lo sobrenatural (lo sagrado). Lévi-Strauss y S. Freud hacen de los
mitos tema central de sus análisis. Frazer y Malinowski distinguen
entre mitos, leyendas y cuentos populares. Los mitos tratan temas fundamentales
en la concepción del universo y de la vida; las leyendas son
tradiciones, orales o escritas, que relatan las aventuras de gente real
en el pasado; los cuentos no tienen otra finalidad que el entretenimiento,
sin ser objetos de ciencia alguna.
Hay una relación
entre metáfora y mito, en cuanto que ambas son formas simbólicas
de expresión. Ortega se inclina por la metáfora en Meditaciones
del Quijote, mientras que Unamuno, en Sentimiento trágico de la
vida, se inclina por el mito. El mito compromete existencialmente
al hombre, en cambio la metáfora es una vivencia pasajera. Es común
decir que la filosofía surgió al sustituir el logos (razón)
al mito; sin embargo, Platón se sirvió de mitos para exponer
sus planteamientos.
Realizadas estas precisiones
terminológicas, veamos la llamada oposición entre razón
y fe anunciada por unos, denunciada por algunos, rechazada fundadamente
por muchos y pretendidamente sustentada por algunos.
PROPUESTA DE PEDRO BAYLE
Nació en Carta, cerca
de Foie (Ariège) el 18 de noviembre de 1647 y murió en Rótterdam
el 28 de diciembre de 1706. Fue hijo de un pastor protestante, se convirtió
al catolicismo en marzo de 1669; pero en agosto de 1670, volvió
al protestantismo; después se alejó gradualmente de toda
fe positiva, volviéndose hacia proposiciones racionalistas y escépticas.
En 1675 llegó a ser profesor de filosofía en la academia
protestante de Sedan, y en 1681, en la “École ilusttre”, de Rótterdam
(de la que fue destituido a consecuencia de la agria polémica con
el teólogo protestante Pierre Jurieu ‘1637-1713’ que expresó
gran aversión por Luis XIV en ‘Suspiros de la Francis esclava’).
La sociedad de su entorno,
según Jean Touchard, muestra que “la ‘crisis de la conciencia
europea’ está ligada a una crisis política, ligada a su vez
a una crisis social. La rotura de las antiguas estructuras acarrea el retroceso
de los principios absolutistas” (Historia de las ideas políticas,
1964)
Los trabajos de Pascal
(1623-1662) denuncian la indiferencia, la quietud, el intelectualismo satisfecho,
el optimismo racionalista, las ilusiones del derecho natural; el Edicto
de Nantes, favorable a los protestantes y suscrito por Enrique IV en 1598,
subsistió hasta 1685, consumando el fracaso de quienes soñaban
con restaurar la unidad de la fe; la oposición aristocrática
encabezada por Fénelón (1651-1715) y Saint Simon (1675-1755)
que no deja de ser religiosa, mostró el enfrentamiento entre Fenelón
y Jacques Bossuet (1627-1704); la caótica situación económica
de los últimos años de gobierno de Luis XIV; la defensa de
Bossuet contra los protestantes: “el pueblo es la fuente de la autoridad
de los soberanos; el pueblo es el primer sujeto en el que reside la soberanía;
el pueblo entra en posesión de la soberanía tan pronto como
la persona o las familias a quienes se la había conferido faltan”
(Advertencias a los protestantes sobre las cartas del ministro Jurieu);
los planteamientos de Spinoza (1632-1677) quien considera que el problema
religioso y el problema político son dos aspectos de un problema
único: se trata de expulsar el temor y el odio, de reincorporar
la razón a la tierra, hay que desembarazar a la religión
de su misterio, introducir en materia religiosa el libre razonamiento:
“hay que dejar a cada cual la libertad de su juicio y los poderes de entender
los principios de la religión como le plazca, y juzgar sólo
la piedad o la impiedad de cada uno según sus obras” (Tratado teológico-político).
En este contexto, se enmarca
la variedad de las obras de Bayle que no excluye la presencia de un activo
fundamento de naturaleza filosófica. Las que tienen cierto interés,
son: Sistema totius philosophiae (de 1675-78; publicado en las Oeuvres
diveres; Objectiones in libros quattuor P. Poiret de Deo, anima et malo
(1679 contra las Cogitaciones rationales del cartesiano Piret); Repones
aux questions d’un provincial (1704-7) (en polémica, sobre problemas
escuetamente filosóficos, de metafísica, cosmología,
moral y religión); Dictionaire historique et critique (su obra principal),
1695-97),.
El componente fundamental
del pensamiento de Bayle es su predilección por la investigación
histórica y la depuración crítica de la información,
verdaderamente erudita, como testimonia su Dictionario histórico-crítico,
que ejerció un amplio influjo cultural, especialmente en relación
con la Ilustración, pues muestra al autor como el precursor de la
Ilustración francesa y modelo de la gran Enciclopedia editada por
D’Alembert y Diderot, obra culminante de la Ilustración francesa.
Tal influencia se debe a su método más que a sus ideas; pues
su método es cuasirrevolucionario, mientras sus ideas son cuasiconservadoras.
Bayle manifiesta
que la función del historiador consiste, precisamente, en construir
y establecer el hecho histórico, mediante el descubrimiento y la
progresiva eliminación del error. “Un historiador, sostiene Bayle,
es como Melquisedec, sin padre, sin madre y sin descendientes. Si se le
pregunta de dónde viene, ha de responder: No soy ni francés,
ni alemán, ni inglés, ni español; soy cosmopolita;
no estoy al servicio del emperador ni al servicio del rey de Francia, sino
exclusivamente al servicio de la verdad; ésta es mi única
reina, a la que he prestado juramento de obediencia” (Diccionario histórico-crítico,
1976).
Según E. Cassirer
“Bayle considera que los hechos aislados son como piedras bien definidas
con las que el historiador debe levantar su edificio; lo que le atrae y
le fascina es el trabajo intelectual que lleva a la conquista de este material
de construcción ... Bayle es incansable en la búsqueda
de lagunas, de puntos oscuros, de contradicciones. Sólo aquí
es donde se revela su auténtico genio de historiador. Éste
consiste, aunque pueda ser paradójico, no ya en el descubrimiento
de lo verdadero, sino en el hallazgo de lo falso” (Filosofía de
la Ilustración, 1932).
Bayle se nos muestra como
el fundador de la precisión histórica. No es un filósofo
o un teólogo de la historia, como Bossuet. Es un lógico de
la historia. Precisamente por ello, continúa Cassirer, “adquirió
con respecto a la historia unos méritos que quizás no sean
inferiores a los de Galileo con relación al conocimiento de la naturaleza”.
Bayle tuvo el mérito, con relación a la posteridad, de haber
enseñado a encontrar y a construir los hechos. Después de
él (a quien Voltaire (1694-1778) llamará “el inmortal Bayle,
honor del género humano”), la precisión histórica
y el análisis de los acontecimientos singulares serán considerados
como elementos de los que ya no se puede prescindir.
Esta es la única
obra de Bayle que lleva el nombre de su autor. Pretende corregir los errores
o llenar las lagunas de diccionarios anteriores (en particular del de L.
Maréri); y en la cual aparece claramente que Bayle, atribuyendo
gran importancia a la posibilidad de error y limitaciones de la investigación
humana, concede al sentido “crítico”, de su obra, una preeminencia
sobre el sentido “histórico” que le está ligado.
El presupuesto filosófico
de Bayle es el escepticismo (“pirronismo”), es decir, la búsqueda
permanente ante la imposibilidad de decidir acerca de la verdad o la falsedad
de una proposición cualquiera; añadiendo a ello el que la
confianza teórica que, cartesianamente, se pone en el método
racional de la investigación, no encuentra adecuada correspondencia
en la experiencia histórica del filosofar humano: un escepticismo
liberado de la inagotable exigencia de clarificación histórica,
a la que preside, pero al mismo tiempo de la que procede y se mantiene,
¿qué puede dar? ¿Qué se puede esperar de un
escepticismo que simplemente presenta como razones a favor: las contradicciones
pretensamente insolubles, la relatividad del conocimiento sensorial o la
falta de un criterio suficiente de verdad?.
O pretendió seguir
los pasos de Michel Eyquem, señor de Montaigne (1533-1592)? Quien,
en sus Meditaciones, muestra tres fases: un estoicismo inicial, que habría
sufrido muy pronto una crisis escéptica, de la que habría
nacido el Montaigne epicúreo?. Pero debemos recordar que estas divisiones
no expresan el genuino significado de la obra de Montaigne, que no fue
ni estoico, ni escéptico, ni epicúreo original. Montaigne
no añadió nada nuevo a estas doctrinas desde el punto de
vista técnico, aunque las vivió hondamente. Montaigne es
más bien el creador original de una forma de meditación,
donde los contenidos antiguos parecen transfigurarse y asumen un
sabor nuevo y desconocido. Comenzó “ensayando” a los autores antiguos,
estudiando su pensamiento moral y dejando de lado su metafísica,
para concluir que la opinión es una reina poderosísima de
la cual dependen los bienes y los males; y que fiándonos de la razón,
llegaremos a la liberación de los temores y placeres, y sobre todo
de la muerte.
Pero para Montaigne los
horizontes abiertos por las ciencias y los nuevos descubrimientos geográficos,
la razón misma en que creían los estoicos resulta pobre e
incapaz; creyéndose el único arbitrio, se siente lastrada
de hábitos inveterados, costumbres, usos e influencias geográficas
e históricas. Más fidedigna que la razón es la autoridad
del testigo: la duda escéptica respecto a la razón invade
a Montaigne y, cuando le presentan la traducción de Sexto Empírico,
que hizo entonces Henri Estienne, se reconoce a sí mismo pirrónico.
El hombre no está en el centro de la naturaleza. Los astros dominan
su destino. Los animales mismos poseen virtudes semejantes, si no superiores,
a las virtudes humanas.
El hombre (antaño
centro de la creación) deviene un accidente. La razón estoica
cede el paso a la naturaleza: si antes la felicidad era una conquista racional
del hombre, ahora resulta efecto de ser indulgente con las fuerzas misteriosas,
naturales, que hay en nosotros, únicas en que podemos fiarnos. Pero
el escepticismo de Montaigne no es absoluto: brota de la desilusión
sufrida por la incapacidad de la razón y en reacción al excesivo
racionalismo estoico que anteriormente profesara. Sus análisis son
análisis personales que traspasan fácilmente al tipo o a
lo universal.
Sin embargo, en Bayle,
la ambigüedad y el dualismo de la posición (en la que no existe
una dramaticidad filosófica de tipo pascaliano) no se identifican
con la superficialidad ecléctica, ni tampoco se reducen a
mero expediente teórico-práctico. Su posible seriedad de
la investigación filosófica para afrontar los problemas metafísicos
y religiosos, queda en el aire a pesar de su crítica metodicidad.
Con todo, con el propósito de llevar hasta limites extremos el esfuerzo
de investigación racional, pretende establecer que la razón
y la fe son heterogéneas y antitéticas.
Es indiscutible que el
Diccionario de Bayle proveyó de armas al espíritu crítico
y escéptico de la época, frente a la metafísica, y
particularmente en su consigna (ampliamente difundida): inconciliabilidad
entre razón y fe.
Según Bayle, la
unidad y la infinita perfección del Principio de todas las cosas,
al que llevan claramente tanto la luz natural de la razón como la
fe en el revelación divina, se contradicen ciertamente con la realidad
del mal físico y moral del hombre; filosóficamente es imposible
compaginar estas realidades con los tributos inherentes a aquel Principio.
Permanece en todo la obligatoriedad de la fe, tanto más urgente
y meritoria cuanto mayor parece el sacrificio de la capacidad discursiva
de la razón humana.
Así, el problema
del mal se plantea en Bayle, con especial relación a categorías
de orden moral y religioso, la misma temática antinómica,
escéptica y pesimista, puesta ya de relieve por los problemas lógicos
y metafísicos. La polémica se dirige no sólo contra
Leibniz y Le Clerc, sino también contra King, Bernard y Jaquelot:
en todo caso, el resultado al que llega Bayle, en la firmeza de una declaración
de la positividad del mal, es la confirmación de un dualismo, no
tanto de claros rasgos maniqueos, entre la razón y la fe; pues considera
que la razón es más apta para destruir y formular dudas que
para edificar. Entonces, ¿dónde que su criticidad histórica?
Gottfried Leibniz (1646-1716),
en su Teodicea, cuya introducción lleva precisamente por título:
Discours de la conformité de la foi avec la raison, responderá
inmediatamente las gratuitas afirmaciones. Es particularmente importante
aquel texto inserto en la Carta a Clarke (1716) donde pone de relieve que
“querer que la mente prefiera a veces los motivos más débiles
a los más fuertes, o que sea indiferente a los motivos, significa
separar la mente de los motivos, como la balanza se distingue de los pesos.
En realidad, los motivos abarcan todas las disposiciones que la mente puede
tener para actuar voluntariamente, incluso las inclinaciones”, de suerte
que, “si la mente prefiere la inclinación débil a la fuerte,
obraría contra sí misma”. (Tomado del Diccionario de filósofos,
del Centro de Estudios Filosóficos de Gallarate, 1986).
El precedente filosófico
más acusado en Bayle es el racionalismo cartesiano y sus doctrinas.
En la progresiva maduración escéptica de su pensamiento y
en la evolución personal de su intrínseca configuración
(Acercamiento a algunos rasgos del ocasionalismo de Malebranche respecto
a las “leyes generales”), aparece cada vez más claramente una particular
teoría del “átomo animado”.
La presencia del “todo
por el todo” como línea maestra de la metafísica monadológica
de Leibniz, impresionó a Bayle, quien en su Diccionario “citó
un ejemplo voluntariamente provocativo, para refutar el sistema de la armonía
preestablecida. Supongamos que un perro esté comiendo y saboreando
el alimento, con lo que experimenta una sensación de placer. Supongamos
asimismo que alguien le golpee repentinamente con un garrote, de modo que
el perro pase desde el sentimiento de placer hasta el de dolor. ¿Cómo
explicarlo, sin suponer el influjo causal directo del golpe o sin recurrir
al sistema de las causas ocasionales?” (Tomado de Giovanni Reale y Darío
Antiseri en Historia del pensamiento filosófico y científico,
vo. II, 1992)
Leibniz respondió
que la concatenación de los acontecimientos supone un acuerdo armónicamente
preestablecido por la naturaleza.
En pleno proceso de la
revolución científica, hubo quien criticó (Bacon o
Boyle) con la máxima aspereza la magia y la alquimia, o quien (como
Bayle) lanzó invectivas contra las supersticiones de la astrología.
En sus Diversos pensamientos sobre el cometa (1682) Bayle efectuó
un riguroso ataque contra la astrología: “sostengo que los presagios
específicos de los cometas, al no apoyarse en otra cosa que en los
principios de la astrología, no pueden ser más extremadamente
ridículos ... sin que haya que repetir todo lo que ya he dicho
sobre la libertad del hombre (y que sería suficiente para decidir
nuestra cuestión), ¿cómo se puede imaginar que un
cometa sea la causa de las guerras que estallan en el mundo uno o dos años
después de que el cometa haya desaparecido? ¿Cómo
puede ser que los cometas sean la causa de la prodigiosa diversidad de
acontecimientos que se producen a lo largo de una guerra prolongada?...”
(Citado por Giovanne Reale y Dario Antiseri en Historia del pensamiento
filosófico y científico, vo. II, 1992)
Las reglas de la astrología,
según Bayle, son sencillamente miserables
Johannes Kepler (1571-1630)
manifestó una lúcida conciencia acerca de que, mientras el
pensamiento mágico queda apresado en el torbellino de los “tenebrosos
enigmas de las cosas”, “en cambio yo me esfuerzo por llevar a la claridad
del intelecto las cosas que están envueltas en obscuridad”.
Giambattista Vico (1668-1744),
manifiesta que en el estadio de corrupción y de decadencia se hace
sentir la presencia imposible de suprimir del proyecto ideal eterno, a
través del que opera la Providencia. Por ello escribe en la Conclusión
de la obra, “aprecie Bayle si es que puede haber de hecho naciones en el
mundo sin ningún conocimiento de Dios”.
Etienne Bonnot, abade de
Condillac (1714-1780) critica las nociones vagas y abstractas que llevan
el disfraz del conocimiento al sostener: “Los filósofos fueron quienes
condujeron las cosas hasta este grado de desorden. Cuanto más han
querido hablar de todo, han hablado con tanta mayor impropiedad ... Sutiles,
originales, visionarios, ininteligibles, a menudo han dado la sensación
de temer no haber sido lo bastante obscuros y de querer cubrir con un velo
sus conocimientos verdaderos o pretendidamente tales. Así, a lo
largo de muchos siglos, la lengua de la filosofía no ha sido más
que una jerga” (Tratado de los sistemas (1749) citado por Giovanni Reale
y Dario Antiseri en Historia del pensamiento filosófico y científico,
vol. II, 1992)
El norteamericano Charles
S. Peirse, que fue el primero en utilizar el término “pragmatismo”
en 1898, escribió: “dadme un pueblo cuya medicina originaria no
esté mezclada con la magia y los encantamientos, y hallaré
un pueblo carente de toda capacidad científica”.
CÓMO SE DESCUBRE
LA RAZÓN
Los griegos disponían de tres términos para referirse a la razón: Logos (palabra o discurso coherente, es decir, inteligible); Nous (facultad pensante); y Phrónesis (“sabiduría práctica”, la acción misma de pensar).
La razón suele definirse como la facultad cognoscitiva del ser humano (opuesta a la sensibilidad) que, a diferencia del mundo animal, le permite conocer (y explicar) la realidad. Es, pues, el fundamento de todo conocimiento posible. Descartes la denominó “instrumento universal”. Pero, para los estoicos y Cicerón tuvo el significado de norma o regla: la razón nos dice lo que debe hacerse o evitarse.
Cicerón llamó
recta razón a ley de la naturaleza. Kant distinguió entre
el uso teórico (facultad cognoscitiva que produce los conceptos
y las ideas de la razón: Dios, mundo, alma) y el uso práctico
(ética o moral) de la razón. El término razón
es tan polivalente que cabe preguntarse a qué tipo de razón
nos referimos.
La tipología es amplia: especulativa, analítica, dialéctica,
funcional, instrumental, abstracta, vital, pura, crítica, histórica,
mecánica, simbólica, utópica, narrativa, hermenéutica,
etc. Pero toda la tiología se centra en un término: relación.
La filosofía existencialista
distingue un doble sentido de razón: 1) estricto o racionalista
(cartesiano), como la facultad que da lugar a las ideas claras y distintas
de la deducción lógica; 2) existencial, que se caracteriza
por una comprensión más amplia y flexible, “capaz de respetar
la variedad y singularidad de los psiquismos, de las civilizaciones, de
los métodos de pensar y de la contingencia de la historia” (Merleau-Ponty,
en Sens et Non-sens).
Despreciadores posteriores
de “lo racional” fueron Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno, mientras
que el racionalismo y la Ilustración prestigiaron tanto la razón
que la convirtieron en la “diosa razón”.
QUÉ ES FE?
El vocablo “fe” suele emplearse
como sinónimo de creencia, pero ambas se distinguen formalmente.
En el cristianismo es una de las tres virtudes teologales (junto a la esperanza
y la caridad), don y gracia sobrenatural que dispone interiormente al hombre
para responder a la revelación divina. Se dice verdad de fe a aquella
que la Iglesia católica ha definido como revelada por Dios (Dogma
o verdad dogmática).
Para el llamado existencialismo
abierto (Jaspres, Gabriel Marcel), la fe es un existencial, más
que una creencia religiosa es el constitutivo general y fundamental de
la existencia humana, como lo son la “participación”, la “comunión”,
la “entrega mutua”, es decir, la capacidad de reconocer una realidad indicable,
no lógica, ni racionalmente, sino en el orden de la existencia y
que escapa a la verificación científica, pero que se revela
a la reflexión como un hecho significativo central y originario.
Según Jaspers, es
el acto supremo de la existencia humana. Gabriel Marcel, en su libro El
Misterio del ser, dice que mientras la creencia es creer que, la fe es
creer en (alguien) – la adhesión a un “misterio” – y constituye
la estructura fundamental de la persona, que es intersubjetiva. A la falta
de fe se llama incredulidad.
En la teología protestante
el acto de fe se concibe como confianza en Jesucristo, de modo que el contenido
de la fe queda relegado a un segundo término. En cambio, en la teología
católica no es sólo confianza, sino también rationabile
obsequium o saber objetivo, es decir, tiene carácter razonable.
La dogmática clásica afirmaba que el concepto de fe incluía
tres momentos: 1) de noticia (conocimiento) – que supone un cierto compromiso
con la racionalidad -, 2) de assensus (asentimiento) y 3) de fidutia
o confianza.
La fe se da en la medida
que haya una invitación (divina) y una respuesta (humana); sin una
u otra, no habría fe; es decir, que la fe se da en la medida el
hombre hace un acto de reconocimiento ante la invitación divina.
CÓMO SE ENCUENTRA
LA FE CON LA RAZÓN?
Desde la aparición
del cristianismo, la relación entre la razón y la fe ha conocido
momentos de tensión, controversias, y ha habido encuentros y desencuentros,
unas veces por desprecio hacia el saber “racional”, considerado como el
gran obstáculo para la fe, y otras, por haber hipostasiado de tal
modo la razón que fue vista como la única luz capaz de orientar
la vida humana. En los primeros tiempos del cristianismo se ofrecieron
soluciones extremas al problema: o bien se caía en la disolución
de la fe en la razón (como propuso el gnosticismo), o, se manifestaba
una hostilidad frontal a la razón como sustentaba Tertuliano (160-220)
con su lema: credo quia absurdum (“creo porque es absurdo”), pues nada
tenía que ver Atenas con Jerusalén, dado que distinguía
claramente el cristianismo, la filosofía y la herejía. El
cristianismo se ha debatido siempre entre Atenas (filosofía, razón)
y Jerusalén (religión, fe). Platón fue considerado
el padre de todas las herejías, y Voltaire (1694-1778) se arriesgó
a decir que “sólo tenemos una pequeña luz para orientarnos:
la razón”.
San Justino (100-166) y
los teólogos alejandrinos, como Clemente (150-214) y Origenes
(185-254), buscaron la armonía y el equilibrio entre razón
y fe
San Agustín defendió
la hermandad entre razón y fe con su intellige ut credas, crede
ut intelligas (“entiende para creer y cree para entender”), y fue seguido
por san Anselmo de Canterbury (1033-1109) con el fides quaerens intellectum
(la fe a la búsqueda del entendimiento). Santo Tomás (1225-1274)
expuso con máxima claridad la unidad que enlaza la fe y la razón:
la fe posee su campo propio, es decir, la revelación sobrenatural,
que no es irracional, sino suprarracional. El punto de arranque de la fe
va desde el Dios de la revelación al mundo. En cambio, el
punto de partida de la razón son los principios supremos y evidentes
del ser y del pensar. El camino del saber va desde el mundo y las cosas
a Dios. “Mediante la luz natural de la razón el hombre consigue
elevarse a través de las criaturas hasta el conocimiento de Dios;
la verdad divina, por el contrario, que está por encima del entendimiento
humano, se nos da por la revelación” (Suma contra Gentiles).
San Pedro Damián
(1007-1072) sostenía que la dialéctica y la argumentación
de la razón no valen en el ámbito de la revelación.
Decía “Si alguna vez se utiliza la pericia de la humana dialéctica
para exponer las Sagradas Escrituras, ella no debe usurpar, arrogantemente,
el derecho de maestra, sino de servir a la Escritura con la debida reverencia,
como la criada a su señora...” (De divina omnipotentia). De tal
pasaje se tomó la expresión: “la filosofía es criada
(ancilla) de la teología”, que debe ser entendida rectamente. Se
le atribuye que concibió la razón como invento del diablo.
Guillermo de Occam (1295-1350)
propugnó que la revelación y la fe son inaccesibles al entendimiento
humano y, por lo mismo, hay que separar el saber del creer, ya que la ciencia
nada tiene que ver con la revelación y la fe. Martín Lutero
(1483-1546), influenciado por Occam, afirmó que la fe es entrega
ciega y confiada en Dios (fe fiducial), es irracional, contrapuesta a la
razón, que, según él, “es la prostituta ciega del
demonio”, a la que llama “bestia”, “fuente de todo mal”. Se mostró
enemigo acérrimo de la razón.
La llamada duda metódica
de Descartes con su “hay que dudar de todo” significó la ruptura
total de los planteamientos originales y se convirtió en el origen
del pensamiento moderno. Se pretendía establecer que el criterio
de verdad se encuentra en la claridad y precisión del conocimiento.
Así, la verdad es un cometido sólo de la razón individual,
de la conciencia del sujeto, que tiene la absoluta primacía sobre
le objeto. La fe se relativiza, pierde fuerza real, corre paralela al saber,
y a la cultura, a la ciencia y al mundo.
El pensamiento moderno
se torna exclusivamente científico-matemático, orientado
a lo dado, a lo verificable, y como Dios no está en el ámbito
de la experiencia empírica, queda eliminado como problema.
Es en este contexto, intelectualmente
pobre, cargado de sentimientos y antipatías, reducido a lo exclusivamente
comprobable, en el cual se encuentra la propuesta de Bayle. Y, bajo su
amparo, la Ilustración expresará en palabras de Denis Diderot
(1713-1784) que no hay un Dios ordenador y tampoco existe ningún
finalismo. Lo único que existe es materia en movimiento. (Pincipios
filosfóficos sobre la materia y el movimiento, citado por P. Omodeo
en Interpretazione della natura, 1967)
Con todo, los últimos
avances de la cuántica con Bohr, Schrödinger y otros, nos testifican
que lo que existe son los corpúsculos y las ondas. La onda es aquello
que deja de ser corpúsculo y e corpúsculo es aquello que
de deja de ser onda, es decir, una fórmula.
Pero ya Kepler (1571-1630)
establecía que Dios es la verdad, y la ciencia, el camino que debe
seguir el hombre para ascender al conocimiento más profundo del
creador de este mundo, que es imago Dei corporea, como el alma es imago
Dei incorporea. (Citado por el Diccionario de Filósofos, 1986)
El filósofo y pedagogo
Fronçois Fénelon (1651-1707) escrbía: “Recibimos sin
cesar y en cada momento una razón superior a nosotros, lo mismo
que respiramos sin cesar el aire... ¿Dónde está esta
razón suprema? ¿No es el Dios que yo busco? .... el ser infinitamente
perfecto que se me hace inmediatamente presente cuando yo lo concibo...”
(Tratado de la existencia y de los atributos de Dios, 1705)
Leibniz en carta a Rémond,
el 10 de enero de 1714, escribe: “En todo tiempo me ocupé de descubrir
la verdad que se halla soterrada y dispersa en las diferentes sectas filosóficas
y de juntarla consigo misma” .(citado por Johannes Hirschberger,
vol II, 1986).
Si Bayle afirma que está
“exclusivamente al servicio de la verdad”, vendría muy a pelo recordar
la anécdota de Lao-Tse (604-531 a.C.). Se dice que “en su juventud,
Lao-Tse fue bibliotecario de la ciudad de Khun. Confucio, que en aquellos
tiempos era misnistro del Imperio Chino, viajaba por el inerior del país
cuando, en Khun, alguien le habló del extraordinario joven, por
lo que decidió conocerlo. Lo encontró cultivando el jardín
y se dirigió a él con estas palabras:
Me han dicho que es usted
un hombre sabio y desearía que me aconsejara sobre cómo resablecer
en nuestro país la humanidad y lajusticia.
Lao-Tse colocó los
apresos en el piso, y sonriente respondió: ¿Humanidad? ¿Justicia?
¿Sabe usted qué significan? Se habla mucho de humanidad y
de justicia, pero a menudo es para tergiversarlas. Si usted sabe el significado
de humanidad y justicia, ¿qué interés tiene en enseñarlo
a quienes lo ignoran? Las palaomas blancas son blancas porque nacen así
y nunca cambiarán de color. Dios sabe lo que hace y mejor será
que deje en sus manos el destino de la humanidad.
Entonces, Confucio le expresó:
Yo voy en busca de la verdad.
¿La verdad? Buscar
la verad es un empeño inútil y usted será el primero
en desear no encontrarla. ¿Qué quiere que haga la gente con
al verdad? Usted dice que la busca, pero eso es inútil, porque la
verdad no se encuentra buscándola, puesto que no está escondida,
sino alrededor nuestro, en todo cuanto nos rodea. No hace falta buscar
la verad. Sólo es necesario creer en ella, creer que es verad todo
lo que existe.
Pero los hombres mienten.
Y la mentira de los hombres
son sus verdades, como la verdad del cielo es el azul y la verdad del viento
es el ruido que hace entre las hojas.
Confucio, después
de aquella conversación con Lao-Tse, permaneció tres días
sin hablar absolutamente nada, ensimismado en profundos pensamientos.”
(María Eloisa Alvarez del Real, en Diccionario de Anécdotas)
Podemos concluir, metódicamente,
retomando el pensamiento que Etienne Bonnot, abate de Condilac (1715-1780)
nos presenta en su libro relevante, Ensayo sobre el origen de los conocimientos
humanos (1746), en el cual se muestra su objetivo pretendido: “Nuestra
primera finalidad, que jamás debemos perder de vista, es el estudio
del espíritu humano, no para descubrir su naturaleza, sino para
conocer sus actividades, estudiar de qué modo se llevan a cabo y
cómo debemos realizarlas con el propósito de adquirir todo
el conocimiento del que seamos capaces. Hay que remontarse al origen de
nuestras ideas, conocer su génesis, seguirlas hasta el límite
que les ha impuesto la naturaleza, llegando así a fijar la extensión
y las fronteras de nuestros conocimientos, y a reformar radicalmente la
doctrina del intelecto humano. Tales investigaciones sólo pueden
tener éxito si se llevan a cabo con base en observaciones” (Citado
por giovanni Reale y Dario Antiseri en Historia del pensamiento filosófico
y científico, vol. II, 1992).
Y, doctrinariamente, marcando
las distancias, retomando el planteamiento de Alexander Fraser (1819-1914),
parra quien el pensamiento humano es limitado y no se funda en la pura
razón, sino en la fe moral. Por lo tanto, “pensamiento religioso
y pensamiento físico-científico del universo, en vez de destruirse,
se refuerzan mutuamente en su reconocimiento de la continua actividad divina
o creación indefinida bajo las formas de un orden natural” (Phylosophy
of theism, 1895-97)
La vertiente metodológica
y doctrinaria, nos llevan a asumir el reto que Juan Pablo II nos indica
en su Encíclica “Fides et ratio” (1998) cuando dice: “el pensamiento
filosófico es a menudo el único ámbito de entendimiento
y de diálogo c quienes no comparten nuestra fe. El movimiento filosófico
contemporáneo exige el esfuerzo atento y competente de filósofos
creyentes capaces de asumir las esperanzas, nuevas perspectivas y problema´ticas
de este momento histórico. El filósofo cristiano, al argumentar
a la luz de la razón según sus reglas, aunque guida siempre
por la inteligencia que le viene de la palabra de Dios, puede desarrollar
una reflexión que será comprensible y sensata incluso para
quien no percibe aún la verdad plena que manifiesta la divina Revelación.”
FE FILOSÓFICA
La expresión fue
acuñada por Karl Jaspers, inpirándose en la “fe racional”
de Kant, que expresó en la famosa frase de “yo pretendía
anular el saber para reservar un sitio a la fe”, es decir, a la fe en lo
incondicionado (Dios, libertad, inmortalidad), que no es conocido por el
entendimiento, pero que es postulado y exigido por la razón..
La fe filosófica
de Jaspers es la del hombre que vive existencialmente, pregunta y se pregunta
por todo lo que puede saberse y se ve obligado a constatar que la conciencia
no es capaz de solucionar los problemas definitivos y auténticos
del filosofar: qué es el hombre y en qué se funda la incondicionalidad
del actuar humano?. La respuesta a tales preguntas, dice, no puede ser
conocida ni sabida, pero puede ser creída. La incredulidad, es decir,
la no-fe, es una forma de no-filosofía.
La fe filosófica
se expresa en afirmaciones como: existe una exigencia incondicionada, el
hombre no puede alcanzar jamás su plenitud, etc.; esta fe
filosófica apela únicamente a la existencia y a la razón,
no conoce dogma alguno ni se convierte en un credo, es la forma auténtica
de existir.
BIBLIOGRAFÍA
Abbagnano Nicola, Diccionario
de filosofía, Ed. Fondo de Cultura Económica, México,
1992.
Abbagnano Nicola, Historia
de la filosofía, Ed. Montaner y Simón S.A., 3 vol., Barcelona,
1978.
Alvarez del Real María
Eloisa, Diccionario de Anécdotas, Editorial América S.A.
Virginia.
Blázquez Feliciano,
Diccionario de las ciencias humanas, Ed. Verbo Divino, Navarra, 1997.
Cassirer Ernest, Antropología
filosófica, Ed. FCE, Máxico, 1976
Centro de Estudios Filosóficos
de Gallarate, Diccionario de Filósofos, Ediciones Riofuero, Madrid,
1986
Chevalier Jacques, Historia
del pensamiento, Ed. Aguilar, Madrid, 1963.
Fraser Alexander, Phylosophy
of theism, 1895-97
Hirschberger Johannes,
Historia de la filosofía, Ed. Herder, 2 vol., Barcelona, 1986
Omodeo P., en Interpretazione
della natura, Ed. Editori riuniti, Roma1967
Reale Giovanni y Dario
Antiseri, Historia de pensamiento filosófico y científico,
Ed. Herder, 3 vol., Barcelona, 1992.
Zubiri Xavier, Naturaleza,
histotria, Dios, 1944